Mary Beard, una de las mayores expertas del mundo en historia clásica, tiene un delicioso libro sobre las mujeres y el poder que nos recuerda cómo desde la Antigüedad podemos rastrear esos momentos incómodos en que las mujeres toman la palabra y los hombres se molestan por ello. Telémaco manda a su madre Penélope a su habitación cuando ella se queja en palacio en la Odisea; Ovidio, en sus metamorfosis, transforma a las mujeres en animales u objetos para que pierdan su voz. Calladitas estamos más guapas, debieron pensar los poetas. Para muchos, nuestro rol es siempre obedecer, por eso los asistentes virtuales (Google maps, Alexa, Cortana, Siri… asistentas, más bien) tienen voz femenina. Están, estamos para servir.
Cuando Kamala Harris se enfrentó, hace cuatro años, al debate de vicepresidentes en Estados Unidos, fue interrumpida tantas veces por Mike Pence que se hizo viral su respuesta: “Mr. vicepresidente: estoy hablando”. El New York Times publicó entonces un artículo sobre esa tendencia masculina a interrumpir a las mujeres cuando hablan, revisando algunos de los muchos estudios que muestran lo problemático que es que las mujeres tomen la palabra.
Una de esas investigaciones, por ejemplo, mostraba que, en las reuniones de trabajo, si un hombre se quejaba de cómo estaban funcionando algunas cosas y se enfadaba durante la reunión, inmediatamente aquello se percibía con una actitud positiva: “Míralo, cómo se preocupa por la empresa, qué claro dice las cosas, hace falta más gente así”. Lo más probable es que después fuera recompensado por ello con un ascenso, un cargo, un proyecto, pues se había comportado como un gran líder. En el mismo contexto, si era una mujer quien se enfadaba durante una reunión laboral, la recepción era distinta: “Ya está la loca esta diciendo que todo le parece mal”. Esas mujeres eran consideradas incompetentes, problemáticas, mandonas, y no solo no eran premiadas por su enfado sino que aquello les pasaba mucha factura después: la actitud se había vuelto negativa hacia ellas. Calladitas estaban más guapas, era el mensaje.
La profesora australiana Dale Spender investigó a fondo la comunicación en grupos mixtos en entornos de trabajo, midiendo exactamente la duración de los turnos de palabra de hombres y mujeres. Cuando las mujeres hablaban un 25% del tiempo, la percepción general era que las reuniones habían sido muy equilibradas. Pero si el porcentaje ya era del 30% o un poco más, la impresión era que las mujeres habían dominado la conversación todo el tiempo. Ahora añádanle el dato de que los hombres tienen tres veces más posibilidades de interrumpir a una mujer cuando habla que a otro hombre. Nuestros turnos de palabra valen menos, ciertamente.
Un estudio muy revelador al respecto es el que hicieron Ana Delgado, Ana Távora y Teresa Ortiz en el servicio andaluz de salud analizando la comunicación de médicos y médicas con sus pacientes. Las consultas de ellas duraban más tiempo, como médicas daban más datos de la enfermedad explicando detalles sobre cómo iba a afectar a las familias, cómo paliar los síntomas… pero eran más interrumpidas que sus colegas varones tanto por pacientes hombres como por mujeres, que les preguntaban a ellas más cuestiones que a los doctores. ¿Saben qué valoración hacían después los pacientes? Pues que los médicos eran muy profesionales, y las médicas, muy humanas y empáticas. Mejor no entro a valorar este dato. Nosotras nunca somos profesionales, brillantes. Somos muy majas y cariñosas.
Si alzar la voz en el trabajo es problemático para las mujeres, intentando que no las interrumpan, imaginen cuando las mujeres toman la palabra para denunciar las injusticias a las que se enfrentan cada día. Siempre son cuestionadas. Si hablan en el momento, es porque quieren aprovecharse, arruinarle la vida a un hombre y sacarle dinero; si lo hacen después, que a ver por qué no hablaron al principio; digan lo que digan, haya las pruebas que haya, su testimonio siempre se pone en duda. No es verdad, o no fue para tanto, no acuses falsamente, en realidad sí querías. El caso de Gisèle Pelicot, violada por decenas de hombres durante una década bajo el control de su marido, es paradigmático de la cultura de la violación: con todas las pruebas en la mesa, aún se pone en duda la gravedad de los hechos, el grado de responsabilidad de los implicados, la posibilidad de ser juzgados por tan terrible acto contra la libertad y dignidad de las mujeres.
Este 25 de noviembre reivindicamos, una vez más, el fin de la violencia machista. Una violencia que nos destruye, nos humilla, nos mata, pero que puede ser tan sutil como no dejarnos tomar la palabra ni reclamar nuestro lugar en el mundo, en una sociedad libre de violencia. ¿Y saben qué les digo? Que no vamos a callarnos. No vamos a dejar de protestar, de señalar, de nombrar las violencias que nos rodean. Como muy bien nos ha enseñado la valentía de Pelicot al enfrentarse a un juicio público que marca un antes y un después en Francia, ya es hora de que la vergüenza cambie de bando.
Mar Galindo – Militante de Esquerra Unida Raspeig